Hizo frío, por eso no salí de casa. El tiempo no acompañó. Pareció que sería una tarde-noche tranquila así que puse la típica película mala que echan en la tele. Noté mis parpados cayendo por culpa del aburrimiento. Estaba tumbada en el sofá cuando escuché un estruendo aterrador. Tanto, que las luces del salón parpadeaban y la lámpara de araña se movía. ¡Se movía!
Quise levantarme para ver qué pasó pero solamente moví los ojos de un lado a otro. Más angustia sentí. Por mucho que intenté incorporarme, mi cuerpo, como si fuera de piedra maciza, no se movió ni un centímetro. - ¿Qué me está pasando? - Pensé. Inmediatamente grité. Grité con tantas fuerzas por si algún vecino escuchaba mi desesperación. Entonces fue cuando algo apagó la luz. Digo algo porque no vi nada ni a nadie acercarse al interruptor que observé desde donde yo estaba estirada e inmóvil. Oía golpear fuertemente las gotas de lluvia en la ventana y las ráfagas de los rayos alumbraban fugazmente, hasta que apareció esa sonrisa blanca ante mis ojos. La tuve tan cerca que su repulsivo aliento entró en mis fosas nasales y casi me dio arcadas. - Llegó tu hora.- Escuché. Y la luz del salón se volvió a encender justamente al desaparecer esa malévola sonrisa, llevándose consigo ese tufo a azufre.
Pude levantarme del fatídico sofá, sintiéndome algo rara. Del miedo que tuve me llevé las manos al pecho. Los latidos del corazón los dejé de sentir.