martes, 21 de julio de 2015

Óctuple

Esa noche el perfume que ocupaba la habitación era del tabaco. No sé cuantos cigarros fumé antes de tumbarme en la cama, fui consciente cuando quise apagar el último y el cenicero estaba lleno de colillas. Así que estrellé el pitillo como pude. El humo ascendía suavemente mientras yo miraba el techo amarillento por culpa de la nicotina.

– Joder, a ver si pinto de una vez. – Dije.

No quise pensar más en ello, por eso apagué la luz de la lamparita. Me quedé medio a oscuras en el cuarto porque un pequeño brillo se colaba por las ranuras de las persianas. La nube de humo dibujaba la silueta de esa luz. Medio relajado cerraba poco a poco los ojos y los volvía abrir. En ese momento no tenía sueño, la verdad, pero eran las tres de la mañana y a las siete sonaría el despertador para ir a trabajar. Quería obligarme a dormir. Al bajar de nuevo los parpados noté algo extraño: una ráfaga de luz iluminó de repente la habitación. De un salto me levanté, subí la persiana y no volví a ver nada porque todo estaba aparentemente tranquilo, aún así yo me puse inquieto. Volví a sentarme al filo de la cama, cogí el paquete de tabaco que estaba en la mesita de noche y encendí otro cigarrillo. Los nervios se sosegaban por cada calada y al final me desvelé completamente. Al rato miré el reloj, eran las tres y cinco. Quedaban cuatro horas de sueño.

– Mañana me esperará un día muy largo.

El silencio predominó hasta que un estallido muy molesto (no duró ni dos segundos) fue suficiente para despertar a todo el barrio. Pegué un respingo del susto e inmediatamente quise abrir la ventana para ver qué sucedió. Los vecinos hicieron lo mismo que yo, la mayoría estábamos asomados. En la calle la vida parecía normal como si no hubiera pasado nada.

– Habrá sido una tormenta. – Escuché a lo lejos.

Pero el ruido ese volvió y esta vez acompañado de gritos. En shock estuve viendo aparecer de la nada esa procesión de gente corriendo por la avenida. Me acojoné.

– ¿Qué es todo esto? – Dije en voz baja.

Los chillidos no dejaban de sonar y cada vez eran más frecuentes. Así que fui acercarme al cenicero, apagué el cigarro y de repente esa luz de antes volvió pero no por un instante. La habitación estaba completamente iluminada por un color azul intenso que se proyectaba desde la ventana. En la pared vi mi silueta y también la de algo a mi lado que tenía forma de tubo. Con los cojones de corbata iba girando muy despacio y lo vi.

– ¡Joder! – Grité fuerte.

Lo que estaba en mi ventana era un brazo metálico gigante y en el final del dichoso brazo había una especie de ojo que por ahí salía la luz. Quise arrimarme a eso para conocer más pero el miedo me lo impedía. Me quedé de estatua delante de esa cosa. Como si de una serpiente se tratase el tubo gigante se fue dejándome sin luz.

– ¿Pero qué coño era eso? – Exclamé.

Sin pensarlo volví a la ventana y no di crédito a lo que mis ojos me mostraba en ese instante: Gente desesperada, corriendo y gritando por toda la carretera junto a esos brazos enormes que les cogían. En los edificios de enfrente esas cosas rompían las ventanas y agarraban todo lo que se movía. Pero lo que más impresión me dio fue cuando miré hacia el cielo y pude ver aquella criatura debajo de nuestras cabezas. Era como una araña del espacio, con ocho patas metálicas más grandes que los edificios y los brazos enormes causantes del pánico en la ciudad. Atónito quise salir corriendo de la habitación pero me di cuenta que algo me atrapó y dejé de notar mis pies del suelo. Me armé de valor para pegarle puñetazos y de esa forma me soltase ¡fue en vano! Aquello tenía más fuerza que yo. Grité. Me dejé el alma gritando de angustia porque no sabía qué iba a ocurrir exactamente aunque en mi cabeza estaba claro: era mi fin. El brazo me alzó hasta lo más alto. Pude verme reflejado en los ojos de aquella asquerosa araña y tontamente le supliqué:

– No, por favor. – Nos miramos y el brazo me soltó para que mi cuerpo cayera al vacío. – ¡Aaaah..!
– ¿Cariño estás bien?

Me incorporé en la cama de golpe, sudando, nervioso y con taquicardia.

– Cielo, ¿te pasa algo? – Me volvió a preguntar.
– Eeeh... – Miré al rededor y la vi tumbada al lado mía cogiéndome del brazo para tranquilizarme. – Sí, estoy bien.
– Creo que has tenido una pesadilla. – Me dio un beso en la mejilla.

Yo seguía exaltado y confuso pensando en todo lo que había ocurrido. Por eso me pellizqué el brazo, quería comprobar que seguía vivo.

– Por cierto, ¿qué haces tú aquí? – Le dije extrañado.
– ¿Me lo preguntas en serio? – Se incorporó ella también. – ¿No te acuerdas que me invitaste a tu casa esta noche?
– Solo recuerdos los últimos quince minutos.
– Pues desde las ocho de la tarde estamos juntos, Jorge. ¿De verdad no te acuerdas?
– Recuerdo que estaba solo, pasó lo de la araña del espacio...
– ¿Araña del espacio? – Dijo sonriendo.
– ¡Sí! ¿Tú no lo has visto? La luz, los brazos gigantes, la gente corriendo...
– Cariño, está claro que has tenido una pesadilla. Anda, échate e intenta dormir.

Nos besamos y ella cogió el sueño en seguida, yo me quedé sentado en la cama. Agarré el paquete de tabaco de la mesita y encendí un cigarro. Mientras echaba el humo la luz tenue de la calle iluminaba la habitación por las rendijas de la ventana. Terminé de fumar, apagué la colilla y por fin pude cerrar los ojos. De la ráfaga que me habló ella al día siguiente, no me enteré de nada.


A Jorge Rubio,
con todo el cariño del mundo.