martes, 10 de abril de 2012

El corazón delator (2º Parte)

¿No es acaso una hiperestesia de los sentidos aquello que consideran locura? Una vibración débil, continua, llegó a mis oídos, semejante al tic-tac de un reloj forrado en algodones. Inmediatamente reconocí ese apagado golpeteo. Era el corazón del viejo que latía, y este sonido excitó mi furia, igual que el redoblar de los tambores excita el valor de un soldado. Me controlé, sin embargo, y permanecí inmóvil. Respiraba apenas, y sostenía quieta, entre las manos, la linterna. Hacía un esfuerzo por mantener el rayo de luz fijo sobre el ojo. Entre tanto, el latido infernal del corazón del anciano era por segundos más fuerte, más rápido, y..., sobre todo, más sonoro.

El pánico de aquel hombre debía ser monstruoso, y retumbaba en ese latir que crecía y crecía.
He confesado que soy nervioso, y realmente lo soy. En consecuencia, en medio de la noche y del silencio de esa antigua casa, un ruido tan extraño hizo surgir en mi un terror incontrolable. Pese a ello, todavía logré mantenerme, y luché por conservar la tranquilidad, pero la pulsación se hacía más y más audible, más violenta, y una nueva angustia se apoderaba de mí. Ese ruido, y los que iban a producirse, podrían ser escuchados por un vecino. La hora del viejo había llegado.

Con un gran alarido, abrí inesperadamente la linterna, y me precipité en la alcoba. El viejo dejó escapar un grito, un solo grito. En menos de un segundo lo derribé, dejándolo de espaldas en el suelo, y tiré la cama sobre él, aplastándolo con su peso.

Entonces sonreí, ufano, al ver tan adelantada mi obra. No obstante, el corazón aún latió, con un murmullo apagado. Pese a ello, ya no me atormentaba. No, no podía oírse nada a través de las paredes. Finalmente, cesó todo: el viejo estaba muerto. Levanté la cama, y examiné el cuerpo. Sí, estaba muerto. ¡Muerto como una piedra! Afirmé mi mano en su corazón sin advertir ningún latido. ¡ En lo sucesivo su ojo de buitre no podría atormentarme! A los que insistan en creerme loco, les advierto que su opinión se desvanecerá cuando les describa las inteligentes medidas que adopté para esconder el cadáver.

Avanzaba la noche, y yo trabajaba con prisa y en riguroso silencio. Hábilmente fui desmembrando el cuerpo. Primero corté la cabeza y después los brazos; luego, las piernas. En seguida separé unos trozos del entablado, y deposité los restos bajo el piso de madera. Terminado este trabajo, coloqué otra vez las tablas en su sitio, con tanta destreza que ningún ojo humano, ni siquiera el del viejo, podría descubrir allí algo inusual. Ni siquiera una mancha de sangre.

Cuando terminé estas operaciones eran las cuatro y estaba tan oscuro como si todavía fuese medianoche. En el momento en que el reloj señalaba la hora, llamaron a la puerta de calle. Bajé a abrir confiado, y di la bienvenida a los recién llegados. ¿Por qué no? ¿Acaso tenía algo que temer?

Los tres hombres se presentaron, gentilmente, como agentes de la policía. Un vecino había escuchado un grito en la noche, y esto lo hizo sospechar de que podía haberse cometido un homicidio, por lo cual estampó una denuncia en la Comisaría. Los agentes venían para practicar un reconocimiento.
Sonreí, ya que, repito: ¿acaso tenía algo que temer?
—El grito —les expliqué— lo lancé yo, soñando. El anciano se encuentra viajando por la comarca...

Conduje a los visitantes por toda la casa, y les sugerí que revisaran bien. Por fin, los guié hasta su cuarto. Allí les mostré sus tesoros; todo perfectamente resguardado y en orden. Entusiasmado con esa gran seguridad en mí mismo, llevé unas sillas a la habitación, y los invité a que se sentaran, mientras yo, con la desbordada audacia de mi triunfo, colocaba mi propia silla exactamente en el lugar bajo el que se ocultaba el cuerpo de la víctima.

Los agentes parecían satisfechos. Mi actitud les convencía, y hablaron de temas familiares, a los que respondí jovialmente. No obstante, pasado un rato, me di cuenta de que palidecía, y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y sentía que mis oídos zumbaban. Sin embargo, ellos continuaban sentados, y proseguían la charla. Entonces el zumbido se hizo más nítido y rítmico, volviéndose cada vez más perceptible. Comencé a hablar atropelladamente, para liberarme de esa angustiante sensación. Pero ésta persistió, reiterándose de un modo tal, que no tardé en descubrir que el ruido no nacía en mis oídos.


Sin duda palidecí más, y seguí hablando sin tino, alzando mi voz, tratando de apagar aquel sonido que aumentaba, "aquella vibración semejante al tic-tac de un reloj envuelto en algodones". Principié a respirar con dificultad, aunque los agentes aún no escuchaban nada, e hilvané frases apresuradas, con mayor vehemencia. El tic-tac se elevaba, acompasado. Me levanté y discutí tonterías, con tono estridente, haciendo grotescas gesticulaciones. ¡Todo era inútil! ¡El latido crecía, crecía más. ¿Por qué ellos no querían marcharse? Comencé a caminar de un lado a otro por la habitación, pesadamente, a grandes pasos. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer? Echaba espumarajos, desvariaba. Volvía a sentarme y movía la silla, haciéndola resonar sobre el suelo. Pero el latido lo dominaba todo, y se agigantaba indefinidamente.

Los hombres continuaban conversando, bromeando, riendo. ¿Sería posible que no oyeran? ¿Dios Todopoderoso, sería posible? ¡No, no! ¡Ellos oían... sospechaban! ¡Sabían! ¡Sí, sabían, y se estaban divirtiendo con mi terror! Así lo creí, y lo creo ahora. Y había algo peor que aquella agonía, algo más insoportable que esa burla. ¡Ya no podía tolerar por más tiempo sus hipócritas sonrisas, y me di cuenta de que era preciso gritar o morir, porque entonces...! ¡Préstenme atención, por favor!

—¡Miserables! —exclamé—. ¡No disimulen más! ¡Lo confieso todo! ¡Arranquen estas tablas! ¡Aquí, está aquí! ¡Es el latido de su implacable corazón!

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