viernes, 22 de enero de 2016

Fechas que nunca se olvidan, por desgracia.

Ese día me dirigí al banco por temas de papeleos con Hacienda o algo así. No cogí el camino de siempre, tiré por otras calles para llegar a la sucursal. En una de esas calles me topé con un Renault Megane Classic de color gris igualito al que tuvo mi abuelo. Fue evidente que me vino a la cabeza recuerdos de mi infancia, de cuando él nos recogía del colegio con ese coche o cuando llevábamos a mi madre al trabajo. Hizo casi un mes que no le veía en persona, desde navidades, y ya estaba el pobre muy desmejorado. Era lo lógico. Llevaba unos diez años con Párkinson y la enfermedad, en ese último año, le estaba pasando factura demasiado rápido. Se me ocurrió echarle una foto a ese vehículo para enviársela a mis hermanos por WhatssApp, pero no sé por qué al final no me decidí. No la hice. Y seguí la ruta hacía lo que en ese instante era importante hacer. 
Con mis cascos voy siempre a todos lados y claro, el móvil se me quedó sin batería en mitad del camino de vuelta a casa. Eran la una del medio día cuando llegué. Solté todos los papeles encima de la mesa del salón y hablé con José de lo que pasó en el banco. A parte le conté la anécdota del coche que parece algo insignificante pero, después de casi dos años viviendo en Badajoz, fue la primera vez que vi uno igual que el de mi abuelo. 
Entonces me senté por fin en el sofá, miré un poco el ordenador las cosas del trabajo y de repente sonó el teléfono de casa. 
- Extremedia, dígame.
- Vero... ¡que el abuelo se ha muerto! - Soltó mi hermano David en sollozos.
- ¿Qué? ¿Nooo? ¡No puede ser! ¡No me lo creo! ¡NOOO! ¿Quién eres, David? ¿Quién ereees? ¡No me lo creo! 
No podéis imaginar el dolor, la rabia, la confusión... que pude sentir en cuanto mi hermano dijo esas malditas palabras. Un cacao mental imposible de controlar. No recuerdo muy bien qué más hablamos, sólo que empecé a llorar con él por el teléfono mientras José me cogía de la cintura al ver cómo me puse en ese momento. Cuando colgué el fijo, me dirigí directa a la habitación. Allí tengo puestas siempre dos fotografías: una de mis padres con mis hermanos y yo y otra de mi abuelo. Cogí el marco donde le tenía y me lo puse en el lado izquierdo del pecho. Era un mar de lágrimas desorientadas, gritando a los cuatro vientos que quería estar allí con mi madre. En la vida necesité tanto un abrazo de ella. Sólo pensaba en querer cuidarla.
- José, necesito ir. Quiero estar allí.
- Tranquila, Vero, que vas a estar. - me dijo secándome las gotitas de mi cara.
- ¿Y cómo lo hacemos?
- No te preocupes, cogemos el primer bus que haya y tiramos para tu pueblo.
Y eso fue lo que hicimos sin antes ver que ni aviones, ni trenes y ni buses hubo esa tarde para ir directamente hacia Málaga. Lo único que pudimos hacer fue esperar al día siguiente para coger el autobús de las nueve de la mañana que a las siete y media de la tarde nos dejaba allí. Mientras las horas no pasaban, llamaba cada dos por tres a mi familia que sólo supe decir llorando: "que voy para allá, mamá. Por favor, esperadme que voy". Hasta mi padre soltó que si no podía ir que no pasaba nada, pero yo no me quedaría tranquila si eso hubiera hecho. Mi corazón, mi alma... estaban allí. 
Al final no llegué a la misa ni al entierro de mi abuelo. Mis padre hicieron todo lo posible para alargar las horas pero el tiempo no me permitió darle ese último adiós a una de las personas que más quiero en este mundo. El coraje y la impotencia que llevé durante el viaje por eso mismo eran incuestionable. Aún así, a la mañana siguiente fui al cementerio. Mis padres, José y yo. Desde lejos pude ver las coronas puestas con esas típicas frases tan arrolladoras que me partieron más, si aún se podía, el alma. Y grité. Grité mil veces la palabra, abuelo. Quería que me escuchara para pedirle perdón por no llegar a tiempo. Le dije un millón de veces que le quería, mi padre contestó que él lo sabe. Cuando me tranquilicé, cogí unas escaleras grandes para subir donde se encontraba las demás flores y le puse el ramo que llevaba en mis manos.
- Abuelo, te juro que siempre que viaje al Arroyo vendré aquí. - Le dije al frente de su nicho y le mandé un beso.
Así fue cómo pasé los dos fatídicos días que, por desgracia, ya jamás se borrarán del calendario. Hoy, 22/01/2016, hace justo un año que tu debilitado cuerpo se marchitó dejando un vacío enorme a todos los que te queremos. Pero sabemos que tu alma sigue viva.

Siempre contigo, abuelo. 

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